Instalación #003 - AZUL

Muestra colectiva NOESFERA
San Martín de los Andes - Neuquén - Febrero 2014

Azul, como cordón enroscado

Contemplad pues con humilde mirada la pieza maestra de la eterna tejedora: como anima mil hebras una sola pisada, las lanzaderas disparan a un lado y a otro y las hebras fluyen encontrándose y un solo golpe sella mil uniones; esto no lo reunió ella mendigando, lo ha ido maquinando desde la eternidad a fin de que el eterno gran maestro pueda tranquilo urdir la trama.

Goethe


Aquel domingo, después de la sobremesa del almuerzo familiar, Humberto se sentó a la sombra del níspero para ver, entre sueños, cómo jugaban sus nietos y bisnietos.  Estos corrían por el amplio jardín apareciendo y volviendo a desaparecer detrás de ligustros, laureles, canteros con margaritones y agapantus , coronas de novia y frondosos frutales. Gonzalo, uno de sus nietos,  quiso pasar entre los rosales y no advirtió un alambrado escondido que enganchó inevitablemente el suéter azul comprado el último verano en Montevideo. No fue un punto, sino un largo hilo como cordón enroscado que se destejió a  la altura de su ombligo, se enredó en su mano derecha y formó una incipiente red en el alambre y las espinas del rosal.
Gonzalo al verse atrapado en esa maraña azul restó importancia al hilo de sangre que ardía en su cara, pero inmediatamente imaginó a su madre vociferando amenazante por semejante descuido. Así que cerró los ojos, apretando bien fuerte los párpados, como lo hacía antes de recibir una cachetada, y deseó profundamente que todo volviera para atrás.
Desear algo con tanta intensidad a veces nos coloca en una nueva situación no querida. Cuando abrió los ojos observó con asombro cómo el cordón azul  se liberaba del alambre, volvía hacia el ombligo entrelazándose con la fluidez de la mejor tejedora y desaparecía luego en la trama original del suéter. Se desdibujó el rasguño, el ardor se ahogó y la persecución vertiginosa de los primos que jugaban a Sandokán llegó a su inicio con menos sudor, mayor aliento y entusiasmo.   La familia  continuó reuniéndose los domingos cada vez menos hasta que Gonzalo gritó por primera vez, nació y dejó de existir. En ese jardín los ciruelos dieron menos frutos y la gran parra se retiró paulatinamente de sus guías proyectando sombras cada vez más recortadas. La luz volvió a iluminar plenamente aquel patio en verano.
Beatriz, después de haber sido mamá de Gonzalo, llegó a este mundo  inesperadamente alrededor de la fecha en que María, su hermana mayor,  saliera de la Iglesia del brazo de su padre Humberto, vestida de blanco y dejando a Emilio esperando en el altar,  para volver soltera a la casa familiar, imaginando avergonzada que todos la mirarían caminando por la alfombra roja y pensarían, seguramente, que esa beba rolliza y gritona era, en realidad, hija suya.  La vergüenza tardó nueve lunas en desaparecer, lo mismo que el embarazo de su madre inoportuna, y desde ese momento las generaciones volvieron a ordenarse. En orden estaban en aquella casa de Villa Progreso, hasta el atardecer, cuando Humberto salía de la casa, las caras se distendían, Rosita tocaba el violín, y el resto de los hermanos practicaba pasos de baile en la galería, al principio con mayor soltura, pero poco a poco, con torpeza de iniciados y falta de ritmo. 
Humberto, fuera del alcance de la risa de sus hijos, recuperaba el dinero que perdía apostando en las carreras. Él hizo fortunas con los ladrillos que le devolvían a su fábrica, los futuros compradores, para colocarlos en el gran horno y así, de esa manera, obtener el barro sin cocer donde creció el pasto que antes, él mismo transportó desde  Palermo hasta las quintas de Santos Lugares apenas llegó a la Argentina. Se marchó  con 12 años en un vapor comenzando su viaje a Italia por un río que parecía el mar. Se fue a buscar a su madre vestido con un suéter azul; el mismo suéter que devolvió a su hermano mayor para que lo usara porque a Humberto le quedaba grande; el mismo abrigo que su madre destejió con la fluidez de las mejores manos de tejedora cuando Humberto también había dejado de existir.
Una vez recuperado el ovillo, cordón azul enroscado, ella cerró los ojos y vio correr entre sueños, atravesando los rosales que separan la huerta del campo de lino, a un niño desconocido. Después  despertó por una brisa, dejó caer el ovillo tomando el extremo y  enhebró uno a uno los puntos de la primera vuelta de  un suéter azul para sus futuros hijos.

José Villalonga













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